jueves, 16 de mayo de 2013

No, no te ves.


    Recientemente me ha ocurrido algo curioso, una mañana... no, un momento, fue una noche, entre los ecos de la casa vacía, abandonada por todos los que me abandonaron para evidenciar lo nadie que creían que era yo, fui a mirarme al espejo y... ¡me di cuenta de que no me veía!
    No, no es que me haya convertido en un vampiro, no estoy tan a la moda, simplemente es que me di cuenta de que mi percepción era distinta a la que es cuando me veo en fotografías. Me explico; cuando me veo en una instantánea indefectiblemente me encuentro horroroso (dicen los psicólogos que es cosa del ego) pero en el espejo no me veo feo, la verdad. Intentando descifrar tamaño misterio me concentré en mi imagen ante el cristalino reflejo y poco a poco fui descubriendo la terrorífica realidad de los hechos: Cuando uno se mira al espejo... ¡no se ve!, al menos no vemos con claridad nuestro físico, al menos yo. Lo cierto es que tras observarme en el cristal con azogue recordando recordé que no recordaba exactamente como estaban mis hombros o el cuello de mi camisa, pero sí mis ojos, y ahí estaba el quid de la cuestión. Cuando uno se mira al espejo, aparte de algún detalle que queramos comprobar que está en su sitio, lo que quiere es verse a sí mismo y por eso prescindimos del físico y por eso nos centramos en los ojos, para intentar penetrar por ellos en el alma. De esa forma , si estamos mínimamente en paz con nosotros mismos, siempre nos vamos a ver hermosos, porque así nos lo parece nuestro espíritu.
    O sea, vaya, tanta vuelta para concluir al final que los espejos terminan no sirviendo de nada, ¡con lo que enganchan!
    P.S. Si ahora intentan mirarse al espejo forzando la situación para ver lo que quieren ver, sepan ustedes que todo lo forzado se desnaturaliza por naturaleza; y ahí queda la perogrullada del mes.

    Que la fortuna os aguarde tras la esquina oscura.

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Aquí podéis sacarme los pellejos