jueves, 20 de febrero de 2014

   Me gustaría hoy, si no hay objeción al respecto, hablar sobre la luz mágica.  Así es llamada (o, al menos así ha llegado a mis oídos) esa luz indistinta de algunos amaneceres, algunos ocasos y determinados días nublados o de niebla. Son momentos en los que no hay luz directa de sol y la luz que llega se refracta, bien en la atmósfera, bien en la niebla o las nubes. Como consecuencia la luz parece llegar de todas partes a la vez, pero mortecina, sin fuerza, e  impidiendo que se formen sombras. El resultado es una realidad sin eco, un presente sin impronta, unos objetos sin alma que se presentan fantasmagóricos a la vez que definidos, irreales por su definición. 
   En esos momentos en los que la cotidianeidad parece hacerse trascendente, a este humilde suscriptor de sensaciones le gustaría perder la sustancia física y diluirse en ese aire gris y opaco, ser uno con ese todo que parece quedar fuera del tiempo y del movimiento. Vanos son los deseos de perder, con la identidad, responsabilidades y desgracias, culpas y dolores; pero en esos momento de luz mágica cuando cuando los dioses parecen haber perdido momentáneamente el conocimiento pareciese que fuera posible simplemente caminar, sin más rumbo que el que dicten los pasos, sin más conciencia que la necesaria para no desintegrarse y así formar, en sentido absoluto, parte del universo, inane y convulso, trascendente y fútil, inmenso y diminuto, fugaz y eterno.



  Que la fortuna os aguarde tras la esquina oscura

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